domingo, 20 de marzo de 2011

MORIR POR LOS DEMAS

La ciudad de Fukushima es más joven que Rafaela, fue fundada el 1º de abril de 1907 y es capital de la Prefectura de Fukushima.

Tenía, según el último censo 294.237 habitantes.

A unos 250 km de Tokio llevaba la vida tranquila de cualquier ciudad del interior de Japón.

El terremoto cambió todo, pero más aún el tsunami.

Fukushima era desde hacía más de cuarenta años un centro de energía. Cinco centrales nucleares, más cercanas al mar que a la ciudad, que está retirada varios kilómetros tierra adentro, habían cambiado el panorama local.

De allí salían, como del centro de una telaraña, líneas de alta tensión rumbo a otros lugares del país.

Las centrales fueron dotadas con todas las previsiones sísmicas del momento de su construcción y aunque nadie calcularía en base a la posibilidad de 9 grados en la escala Richter, porque sería difícil justificar los costos, los 9 grados Richter se hicieron realidad y, aún así, las estructuras aguantaron bastante bien.

Pero ninguna de las centrales de Fukushima estaba calculada para soportar un tsunami.

Y el tsunami llegó, más devastador que el terremoto.

Al privar de refrigeración a los reactores desató una nueva catástrofe que aún no ha terminado.

Cuando todos los afectados se recuperaron para analizar, cada uno, su desastre personal, la gente de las centrales no estaba.

Había ido a éstas para ver cómo ayudar, conscientes de la necesidad de atención de estas plantas. La crisis comenzó rápido.

Explotó una planta y decidieron evacuar a los que no tenían funciones operativas.

Todo empeoró.

Explotó otra y los niveles de radiactividad fueron subiendo.

La situación exigía acciones directas.

Solicitaron cincuenta voluntarios.

Debieron rechazar los excedentes.

Los cincuenta fueron luego incrementados con ciento cincuenta más.

Son ahora unos 300.

El antecedente que tienen no es otro que los voluntarios de Chernobyl.

Aquellos que luego de trabajar para mitigar los efectos del desastre, no sobrevivieron más de tres meses, tras agonías infames.

Los voluntarios no fueron engañados, son técnicos e ingenieros que suponen que su viaje no tiene vuelta.

Lo asumieron con todo el peso de la situación; lo hicieron por su familia, por su tierra, por su patria.

En una radio de Buenos Aires un colega imbécil refirió que ellos tienen el antecedente de los “kamikazes”, intentando demostrar una especie de suicidio.

Profunda ignorante aparte de irrespetuoso, porque los “kamikazes” no eran pilotos suicidas sino pilotos que morían por su patria y por su pueblo.

Como lo hará esta gente que no se puso a preguntar por qué, ni si hubo culpas de alguien.

Está tan fuera de nosotros la idea de sacrificio por los demás, que muchos sólo pueden pensar en acciones de este tipo asociándolas al suicidio.

La tragedia de Japón aún no ha terminado, pero son esos los que alientan las esperanzas de futuro.

En un mundo de corrupción, descubrir que hay gente así es un ejemplo invaluable.

Un ejemplo también rescatable en cualquier parte para presentarlo ante una infancia y una juventud empujada al nihilismo, carente de paradigmas y modelos.

No es nada sencillo porque para morir por los demás no es necesario creer en Dios, sino en uno mismo.

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